Las emociones quedan paralizadas cuando no nos abrimos a vivenciarlas tal y como son. Nos sucede con frecuencia que nos enganchamos a emociones reactivas, las nuestras o las de otros, y les damos categoría de verdad. Resentimientos, frustraciones, rabia, miedo, etc. En estas situaciones la mente entra en juego. Con su función lógica, contiene estas emociones construyendo una explicación. De esta manera evita que sean vividas hasta el final, lo cual distorsiona la percepción que tenemos de ellas. En esta curiosa paradoja, impedimos al corazón realizar su movimiento auténtico y queda entonces preso de la emoción no resuelta. Es más seguro pensar una emoción que vivirla, nos decimos.
Cuando algo nos disgusta, ocurre frecuentemente que en vez de sondear desde el corazón de manera clara y serena, dejamos a la mente que apuntale la serie de razones que nos llevan a la necedad o la intolerancia. Una emoción sin resolver en el plano vivencial, la mente la fosiliza mediante una explicación, o peor aún, un guion de vida que se torna con el tiempo verdad absoluta.
La razón opera así como un músculo de contención y se instala en el espejismo de que puede dirigir las decisiones importantes de la vida. La lógica toma su fuerza de la opinión más que de los hechos y desatiende parte de la experiencia global. Ocurre además que la razón suele tener una gran dificultad para desaprobarse a sí misma, con el agravante de que ciertos tipos de carácter viven una especie de adicción a apoyarse en su lógica mental. Pero, tener la razón, nos priva de tener otras cosas muy valiosas.
Muchas de nuestras neurosis tienen su origen en esta pérdida de perspectiva que hace que todo el potencial de consciencia que tenemos los seres humanos, lo encerremos en la mente lógica. Y la mente, al final, no ofrece respuestas, se queda atrapada en la dualidad a la que pertenece. Llama la atención lo que nos cuesta incorporar dinámicas tales como: el perdón; el aprecio a la vulnerabilidad; el reconocimiento de la codependencia de todo lo que existe, etc. Esto no lo sostiene un marco lógico, aunque lo ejemplifiquemos en códigos morales de comprensión.
Si bien la mente disecciona la realidad y desentraña las paradojas, tiene sin embargo un grave dilema y es que ella sola no puede alcanzar el entendimiento final de las cosas en el plano del sentido. El conocimiento busca siempre quitarse la sensación de incomodidad, de no saber. El entendimiento auténtico está fuera de los dominios de la mente, a la cual le hemos otorgado en nuestro patrón cultural todo el poder de pensamiento y acción. La comprensión global tiene que ver más con una visión intuitiva de un fenómeno en su conexión con las razones que sostienen su existencia. Es en este lugar donde el ser humano alcanza mejores cuotas de satisfacción.
Pero si su papel no es decidir, ¿cuáles son las funciones de la razón? Básicamente las de investigar, comunicar y jugar. La tradición Zen utiliza los Koan, problemas que hay que resolver y cuyo planteamiento es aparentemente ilógico. Para alcanzar una respuesta hay que desligarse del pensamiento racional común y penetrar con un entendimiento más elevado que permite captar lo que hay más allá del sentido literal de las palabras. Esta es la auténtica función creadora de la mente: jugar con los patrones existenciales y organizarlos de maneras nuevas y originales. Esta es una de las grandes potencialidades de la terapia, despertar estas funciones y sacar así las emociones de la trampa que se les ha tendido.
El mundo masculino de la jerarquía y la competición ha estado muy polarizado en la razón. Nos hemos alejado del campo de compresión colectivo, ensimismados en la carencia y sin confiar en la abundancia de la vida. Las emociones forman parte de esa abundancia. Desplegar la inteligencia sentiente, una intuición orientada al entendimiento, es volver a operar desde las funciones primarias del ser humano: el apoyo a la tierra, y el fortalecimiento y la nutrición del corazón y de la humanidad a todos los niveles.
Operar desde una emocionalidad condicionada con creencias u obsesiones, genera prolongadas ataduras. A menudo encarcela el corazón, ata los afectos humanos a acuerdos insostenibles a largo plazo, que en realidad realimentan el miedo que los vio nacer. ¡Cuántas relaciones bloqueadas en este lugar! La inteligencia del corazón opera con la abundancia de la realidad, deja margen al no saber, descubre, reconoce, despliega la emocionalidad, ama en un movimiento natural, confiado, que da espacio a todas las partes y no pierde en absoluto un ápice de libertad. En este lugar la mente sirve al corazón, entregándose al juego, la invención y la claridad, lo cual reproduce hombres y mujeres amantes de la vida, con el corazón abierto.